Un padre tan santo que nos impulsa a vivir nuestra entrega

Desde que nos enteramos de la convocatoria del año jubilar conmemorando el 800 aniversario de la llegada de Santo Domingo a Segovia, intentamos buscar una fecha propicia para visitar la cueva de Nuestro Padre. Y por fin llegó el día: El lunes 23 de Julio de 2.018 comenzamos nuestra peregrinación a las nueve y media de la mañana las ocho hermanas más jóvenes de la comunidad de Dominicas de Palencia, para ganar el jubileo. Fray Luis Miguel García Palacios OP conducía la furgoneta y en ella íbamos: la Madre Maestra, la Submaestra, una postulante, dos novicias, dos profesas temporales y la cronista, que es la que lo redacta.

Lo primero que recordamos a todas fueron los tres requisitos necesarios para ganar las indulgencias: confesión, profesión de fe y orar por las intenciones del Papa.

A las once y media habíamos quedado en la cueva con Sor Mercedes y Sor Purificación, de la comunidad de Segovia y justamente a esa hora llegamos las peregrinas, viendo de lejos esa ciudad tan bonita llena de torres, calles históricas y empedradas; con subidas y bajadas; el acueducto romano cerca del río Eresma, el Alcázar, junto con muchas otras construcciones religiosas que nos acercaban a Dios.

Lo primero que vimos a la entrada de la cueva fue la placa que anunciaba el año jubilar por haber estado allí nuestro Padre Santo Domingo en el año 1218 y eso, para sus hijas que tratamos de seguir sus huellas, siempre impresiona.

También nos llamó la atención que la cueva quedase detrás del muro de la cuidad. Nos contaron que Santo Domingo, por esa época ya contaba 48 años de edad. Su fama de santidad se había extendido y no le dejaban solo ni un momento, por lo que tuvo que buscar un lugar retirado, a las afueras de la cuidad, porque él necesitaba intimidad con el Señor.

Los Reyes Católicos, en el siglo XV, quisieron beneficiar a los Dominicos construyéndoles un convento más amplio, dentro de la cuidad, pero debido a la huella que dejó allí nuestro Padre Santo Domingo, ellos no quisieron trasladarse de ese lugar y entonces construyeron allí mismo una elegante ampliación del convento, incorporando sus escudos y el lema de su reinado: “tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando”.

Después de explicarnos la fachada del convento entramos por la actual universidad que lo ocupa, para conocer su entorno, el espacio del patio   que todavía se conserva, una parte del claustro, la iglesia, de una sola nave, las excavaciones realizadas… y después pasamos al exterior para ver los jardines que lo rodean y el impresionante mirador. Todo ello fue muy significativo para nuestra espiritualidad, pero lo más relevante para mí fue cuando bajamos por las mismas escaleras de piedra por la que bajaban nuestros hermanos Dominicos después de Completas, para prolongar su oración en la cueva. ¡Cuántos hermanos santos habrán bajado por esas escaleras impregnados del “buen olor” de Santo Domingo.

Después bajamos a la cueva. Un recibidor amplio con dos confesionarios adosados a la pared, que ya no se utilizan, nos conducían por un lado a la sacristía y por otro a la capilla. De la sacristía se destaca la Milagrosa que trajeron los niños huérfanos que cuidaron allí las Hijas de la Caridad y que todavía se reúnen una vez al año. Una placa de agradecimiento lo recordaba.

¡Y llegamos a la capilla de Nuestro Padre! Su recogimiento favorece la oración. Al igual que Domingo buscaba allí su intimidad con el Señor, ahora, ocho siglos después, éramos sus hijas las que anhelamos esa intimidad con el Señor a la que nos conducía él.

Santo Domingo se flagelaba mirando al crucifijo, orando por los pecadores, por los que no conocen a Cristo, y unía su sangre a la Sangre redentora del Salvador.

Después de unos momentos de oración contemplativa, pasamos a celebrar la Santa Eucaristía presidida por fray Luis Miguel. Era la Misa votiva de nuestro Padre y cantamos “a capella” todo lo que pudimos. En la homilía destacó el fraile que la oración de Santo Domingo: ¡Señor: qué será de los pobres pecadores! él la traducía como: ¡Señor qué será de todos aquellos que no te conocen! o bien ¡Señor qué será de aquellos que abandonaron la fuente de la vida!; con estas y otras palabras alentadoras nos animaba a seguir las huellas de nuestro Padre.

No podíamos marcharnos de allí sin ver la imagen de Nuestro Padre, la mismo que vio santa Teresa de Jesús cuando visitó la cueva y se le apareció en éxtasis.

El recuerdo de nuestro Padre en ese lugar es impresionante y nos daba pena salir de allí, pero el cuerpo tenía que sustentarse y una comunidad de generosas hermanas nos estaba esperando para comer. Así fue como vivimos aquella maravillosa experiencia que nos aúna más como hermanas que tienen un Padre tan santo y nos impulsa a vivir nuestra entrega día a día con mayor generosidad.

 

Comunidad de monjas dominicas
Monasterio de Nuestra Señora de la Piedad de Palencia

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