No conocemos ningún documento de la época que mencione la Santa Cueva. La tradición oral es recogida por los historiadores del siglo XVI y no podemos rechazarla como infundada. Un hecho muy significativo que avala esta tradición es que cuando los Reyes Católicos quieren hacerles el gran convento, que hoy podemos contemplar, eligen un buen lugar dentro de los muros de la ciudad, y los frailes se oponen, prevaleciendo al fin la opinión de los religiosos, que renuncian a ese espléndido lugar por permanecer asentados en el sitio que para ellos hablaba de Santo Domingo.

La posibilidad de que el Santo tomase ese lugar como sitio de sus oraciones y penitencias no está fuera de su vida. Sus contemporáneos, repetidas veces, nos dicen que se retiraba las noches para orar y hacer penitencia. Un hecho tan repetido, y precisamente por no tener nada de excepcional en la vida de Santo Domingo, es fácil que pasase para sus contemporáneos desapercibido, que no concretan ningún detalle. La Cueva, pues, tiene su cabida dentro de la vida de Santo Domingo, que, al decir de sus contemporáneos y de los testigos de canonización, buscaba el retiro nocturno para orar y disciplinarse mientras sus hijos dormían.

Los historiadores que recogen esa tradición sobre la Cueva son Diego de Colmenares, Juan Navamuel, Hernando del Castillo y Francisco de Ribera, este último añadiendo la visión de Santa Teresa. Posteriormente, todos los historiadores copian a estos sin añadir nada que merezca la pena.

«Saliendo de San José de Segovia para venir a Avila, quiso visitar primero el monasterio de los padres de Santo Domingo, que se llama Santa Cruz, porque ay en el una capilla donde el glorioso padre hizo penitencia, u derramó mucha sangre… Estuvose allí la Madre como dos horas, y el Santo siempre con ella diziendola lo mucho que se avia holgado con su venida, y contandola los trabajos que avia padecido en aquella capilla, y las mercedes que nuestro Señor en ella le avia hecho, y asiola de la mano prometiendola de ayudarla mucho en las cosas de su orden, y diziendola otras palabras de mucho consuelo, y regalo. Dezia despues la Madre, que le avia hecho Dios allí tanta merced, y avia tenido tan gran consuelo que no quisiera salir de aquella capilla.»

RIBERA, Francisco, S.I., “La vida de la Madre Teresa de Jesús”, Libro IV, cap. XIII, pág 637, Madrid, 1602.

La iglesia, construida por los Reyes Católicos, semeja a “un túmulo con sus blandones, que son los pináculos”. La portada, compuesta según los cánones de la época, pertenece al último período del estilo gótico; en el tímpano hay un relieve con una Piedad flanqueada por las estatuas orantes de Isabel y Fernando. El templo es de una sola nave, con capillas al lado de la epístola y todo cubierto de bóvedas de crucería.

La Santa Cueva actualmente es independiente de la iglesia y del convento. Tiene su entrada por una rústica puerta lateral del conjunto, situada en la zona del ábside de la iglesia. En el jardín, que sirve de antesala, hay un pórtico sencillo cobijando la fachada de la “capilla real”. Esta fachada es de estilo isabelino con un medio relieve de Santo Domingo; también hay relieves alegóricos a la represión de la herejía y, a los lados, las iniciales, coronas y escudos de Isabel y Fernando. El interior está cubierto por bóveda de crucería.

La Cueva propiamente dicha está en la segunda capilla, cubierta por una bóveda de medio cañón y profusamente decorada con hojarasca barroca. Sólo al fondo, sobre el altar, puede contemplarse en su estado rupestre, lo que constituye una pequeña excavación en la que se ha colocado la imagen del Santo, en actitud penitencial. Es esta capilla hay dos imágenes de Santo Domingo, una, de hacia 1600, en actitud penitencial, arrodillado, desnudo de medio cuerpo arriba, contemplando una cruz y golpeándose el pecho; y otra, atribuida a Sebastián de Almoacid, de la época de los Reyes Católicos, que le presenta “de pie, con una actitud de mirada tierna y amable capucha semicalada, con un libro cerrado… el rostro es la característica más personal de este Santo Domingo… sus ojos abiertos contemplan con mirada profunda y compasiva…”

La expulsión de los frailes del Convento de Santa Cruz, con la exclaustración de 1835, significó una pérdida como fuente de espiritualidad; pero los religiosos exclaustrados se cuidaron con esmero de salvar estas dos reliquias. El cuerpo de San Corbalán lo trasladaron al Monasterio de las Madres Dominicas de la ciudad. De la Cueva de Santo Domingo también se ocuparon, consiguiendo ser capellanes de la capilla, con lo que se desvinculó legalmente del resto del convento, pero fueron las monjas dominicas, junto a muchos fieles seglares dominicos, la tradicional Orden Tercera, quienes mantuvieron y mantienen encendida la antorcha de esa presencia dominicana.